15 ene 2013

EL ELEFANTE ENCADENADO


—No puedo –le dije— ¡NO PUEDO!
—¿Seguro? –me preguntó el gordo.
—Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y
decirle lo que siento... pero sé que no puedo.
El gordo se sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de
consultorio, se sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa
que hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente), me
dijo:


—¿Me permites que te cuente algo?
Y mi silencio fue suficiente respuesta.
Jorge empezó a contar:
Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me
gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a
otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante.
Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso,
tamaño y fuerza descomunal... pero después de su actuación y
hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba
sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus
patas a una pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de
madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y
aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que
ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia
fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es evidente:
¿Qué lo mantiene entonces?
¿Por qué no huye?
Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la
sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a
algún padre, o a alguna tía por el misterio del elefante. Alguno
de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba
amaestrado—
Hice entonces la pregunta obvia:
—Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la
estaca... y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros
que también se habían hecho la misma pregunta.
Hace algunos años descubrí que por suerte para mí
alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la
respuesta:
El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a
una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido
sujeto a la estaca.
Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito
empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su
esfuerzo no pudo.
La estaca era ciertamente muy fuerte para él.
Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente
volvió a probar, y también al otro y al que le seguía...
Hasta que un día, un terrible día para su historia, el
animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo,
no escapa porque cree –pobre— que NO PUEDE.
Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella
impotencia que sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar
seriamente ese registro.
Jamás... jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra
vez...


—Y así es, Demián. Todos somos un poco como ese elefante del
circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos
restan libertad.
Vivimos creyendo que un montón de cosas “no podemos”
simplemente porque alguna vez, antes, cuando éramos
chiquitos, alguna vez, probamos y no pudimos.
Hicimos, entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro
recuerdo:
NO PUEDO... NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ
Hemos crecido portando ese mensaje que nos impusimos a
nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar.
Cuando mucho, de vez en cuando sentimos los grilletes,
hacemos sonar las cadenas o miramos de reojo la estaca y
confirmamos el estigma:
¡NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ!
Jorge hizo una larga pausa; luego se acercó, se sentó en el suelo
frente a mí y siguió:
Esto es lo que te pasa, Demián, vives condicionado por el
recuerdo de que otro Demián, que ya no es, no pudo.
Tu única manera de saber, es intentar de nuevo poniendo en el
intento todo tu corazón...


**Del libro de Jorge Bucay, "Déjame que te cuente"

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