—No puedo –le
dije— ¡NO PUEDO!
—¿Seguro? –me
preguntó el gordo.
—Sí, nada me
gustaría más que poder sentarme frente a ella y
decirle lo que
siento... pero sé que no puedo.
El gordo se
sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de
consultorio, se
sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa
que hacía cada
vez que quería ser escuchado atentamente), me
dijo:
—¿Me permites
que te cuente algo?
Y mi silencio
fue suficiente respuesta.
Jorge empezó a
contar:
Cuando yo era
chico me encantaban los circos, y lo que más me
gustaba de los
circos eran los animales. También a mí como a
otros, después
me enteré, me llamaba la atención el elefante.
Durante la
función, la enorme bestia hacía despliegue de peso,
tamaño y fuerza
descomunal... pero después de su actuación y
hasta un rato
antes de volver al escenario, el elefante quedaba
sujeto solamente
por una cadena que aprisionaba una de sus
patas a una
pequeña estaca clavada en el suelo.
Sin embargo, la
estaca era sólo un minúsculo pedazo de
madera apenas
enterrado unos centímetros en la tierra. Y
aunque la cadena
era gruesa y poderosa me parecía obvio que
ese animal capaz
de arrancar un árbol de cuajo con su propia
fuerza, podría,
con facilidad, arrancar la estaca y huir.
El misterio es
evidente:
¿Qué lo mantiene
entonces?
¿Por qué no
huye?
Cuando tenía
cinco o seis años, yo todavía confiaba en la
sabiduría de los
grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a
algún padre, o a
alguna tía por el misterio del elefante. Alguno
de ellos me
explicó que el elefante no se escapaba porque estaba
amaestrado—
Hice entonces la
pregunta obvia:
—Si está
amaestrado ¿por qué lo encadenan?
No recuerdo
haber recibido ninguna respuesta coherente.
Con el tiempo me
olvidé del misterio del elefante y la
estaca... y sólo
lo recordaba cuando me encontraba con otros
que también se
habían hecho la misma pregunta.
Hace algunos
años descubrí que por suerte para mí
alguien había
sido lo bastante sabio como para encontrar la
respuesta:
El elefante del
circo no escapa porque ha estado atado a
una estaca
parecida desde que era muy, muy pequeño.
Cerré los ojos y
me imaginé al pequeño recién nacido
sujeto a la
estaca.
Estoy seguro de
que en aquel momento el elefantito
empujó, tiró y
sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su
esfuerzo no
pudo.
La estaca era
ciertamente muy fuerte para él.
Juraría que se
durmió agotado y que al día siguiente
volvió a probar,
y también al otro y al que le seguía...
Hasta que un
día, un terrible día para su historia, el
animal aceptó su
impotencia y se resignó a su destino.
Este elefante
enorme y poderoso, que vemos en el circo,
no escapa porque
cree –pobre— que NO PUEDE.
Él tiene
registro y recuerdo de su impotencia, de aquella
impotencia que
sintió poco después de nacer.
Y lo peor es que
jamás se ha vuelto a cuestionar
seriamente ese
registro.
Jamás...
jamás... intentó poner a prueba su fuerza otra
vez...
—Y así es,
Demián. Todos somos un poco como ese elefante del
circo: vamos por
el mundo atados a cientos de estacas que nos
restan libertad.
Vivimos creyendo
que un montón de cosas “no podemos”
simplemente
porque alguna vez, antes, cuando éramos
chiquitos,
alguna vez, probamos y no pudimos.
Hicimos,
entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro
recuerdo:
NO PUEDO... NO PUEDO
Y NUNCA PODRÉ
Hemos crecido
portando ese mensaje que nos impusimos a
nosotros mismos
y nunca más lo volvimos a intentar.
Cuando mucho, de
vez en cuando sentimos los grilletes,
hacemos sonar
las cadenas o miramos de reojo la estaca y
confirmamos el
estigma:
¡NO PUEDO Y
NUNCA PODRÉ!
Jorge hizo una
larga pausa; luego se acercó, se sentó en el suelo
frente a mí y
siguió:
Esto es lo que
te pasa, Demián, vives condicionado por el
recuerdo de que
otro Demián, que ya no es, no pudo.
Tu única manera
de saber, es intentar de nuevo poniendo en el
intento todo tu corazón...
**Del libro de Jorge Bucay, "Déjame que te cuente"
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